Epílogo

  Te hablaría sobre impulsos nerviosos, sobre vida. Te hablaría de principios y de finales, de intermedios y de puntos que se alargan, que van y vienen, que producen eco al chocar contra las paredes, suspensivos. Te hablaría de numerología, de modalidades oracionales, de probabilidades, del destino y de tomar decisiones.

  Te contaría verdades, poco a poco te iría descubriendo pedazos de historias reales. Cuidaría hasta el mínimo detalle. Aunque, en caso de que lo prefirieses, también podría contarte historias que nunca sucedieron.

  Podría cambiar las palabras de las páginas que no nos gustaron, podría empezar una versión extendida. Podría...

  Pero no puedo.

  No puedo, porque no estás.

  Algo de ti se fue con la luz de los días más cálidos. Seguías caminando a mi lado, pero la ausencia de pedacitos de evidenciaba a cada paso. Las pausas que nos regalábamos se hicieron más breves; los silencios, más largos.

  Notaba tus ojos cansados, flaquear tus piernas por el peso de todas las piedras que llevabas en tu mochila y de las que nunca me hablaste. No quería verlo, y tú no querías darte cuenta de mi constante lucha por tratar de detener la brisa de septiembre que nos venía de frente. La brisa de septiembre siempre se lleva algo, y empecé a sospechar que esta vez te arrastraría con ella. Temía que esto pudiera llegar a suceder, y sé que tú también. Sin decirnos nada, al igual que tu ya habitual cansancio, se evidenciaba cada vez más.

  El cansancio y el miedo nos dieron el impulso necesario como para echar a correr. Correr contra la brisa para imponernos a ella. La senda lisa de arena fina por donde antaño habíamos paseado descalzos se convirtió en camino empedrado. Cuesta arriba algunas veces, cuesta abajo otras. Pero incluso descender se nos hacía duro, pues nos recordaba que ni siquiera en los tramos ligeros encontrábamos el aliento.

  Hace unos cuantos días que conseguimos dejar atrás esa brisa que nos revolvía por dentro. Sin embargo, hoy, has empezado a correr de nuevo. Tú solo. Rápido. Muy rápido. Yo he intentado seguirte. Es cierto que aún no me había recuperado de la asfixia de los últimos días pero, sin lugar a dudas, estaba dispuesta a seguir a tu lado.

  He creído estar a punto de alcanzarte, pues a pesar de la falta de aire en mis pulmones he podido casi igualar tu velocidad. No obstante, al notar que me acercaba, has lanzado tu mochila contra mí, tirándome al suelo por su peso, liberándote tú. Cuando me he puesto en pie ya habías cruzado a la acera de enfrente, justo en el último momento, antes de que el semáforo se pusiera en rojo. Nos distanciaba la frontera que separa el desierto en el que me encuentro de la entrada a la ciudad que se alzaba detrás de ti.

  El semáforo sigue en rojo. Hace ya unas horas que te he visto marchar, alejarte por un camino que desconozco. Antes de emprender tu nuevo rumbo te has girado hacia mí, supongo que como forma de despedida. Ni una lágrima que acariciase tu rostro, ni una palabra que rompiera la distancia, ni un gesto que aliviase el frío. Nada.

  El efímero instante del abrazo de nuestras miradas ha sido corrompido por tu brusca media vuelta. Lenta y progresivamente te has ido perdiendo en la línea finita de mi horizonte. Del mismo modo que el último rayo de Sol ha terminado ocultándose bajo la tierra, así has desaparecido tú ante mis ojos. Ambos, al marchar, me habéis robado la nitidez.

  Estas palabras, las primeras en empezar a echarte de menos, me pellizcan el alma. Me susurran que no volverás; que cuando la noche acabe tú no estarás de vuelta, sino que tus pasos te habrán llevado a nuevos e inimaginables lugares y que ni tan siquiera habrás considerado la opción de regresar. Esas mismas palabras se enredan en mi interior, apretando con fuerza mis músculos, chillando que mi nombre poco a poco se irá deslizando de tu memoria hasta caer en la colección de recuerdos indivisibles en la inmensidad de tu olvido. Palabras que no buscan alivio ni sienten compasión, sino que pretenden comprimirme hasta partir mis huesos para retenerme aquí, delante de este semáforo en rojo, y que no pueda avanzar si no es contigo.

  Ya es medianoche y me siento borracha de sentimientos. Entre las enredaderas de palabras circulan a golpes el amor, la contradicción, el dolor, la melancolía, la tristeza... El arrepentimiento por haber vivido los últimos días corriendo; el desconcierto a causa de tu frialdad, de cómo has podido marcharte sin decir nada, de cómo tus pasos han sido firmes en su recorrido. Y, sin embargo, no siento odio.

  No sé odiarte, no quiero, no puedo. No después de haber sido la luz en los días más oscuros. No siento odio a pesar del dolor que me invade. Quizás el amor que siento por ti es demasiado puro como para poder convertirse en otra cosa; quizás me hayas dado tanto que, aun encontrándome perdida, me descubro más llena de amor de lo que nunca hubiera podido imaginar. Un amor que en este instante, sin ti, no me deja impasible ante la tristeza, pero que me da fuerzas y esperanza.

  Solo puede haber una cosa peor a verte marchar y es manchar tu recuerdo. No voy a permitir que el amor derive en destrucción, ni que la tristeza sea en vano. Quiero construir desde el dolor un nuevo paisaje de lágrimas puras y cristalinas por donde pueda pasear sincera.

  No será un futuro sin ti si te llevo por dentro para recordarme que no hay un solo camino y que no hay por qué caminar solo. Ahora sé que las rotondas no son infinitas, que pueden recorrerse, esquivarse y desaparecer; y que el miedo no debe ser más grande que mis ganas de saltar, de atreverme, de vivir.

  Tú hoy te has atrevido a cruzar, sin mí. Sé que en algún momento yo también lo haré, y que si no lo hago ya, no es por miedo, es porque siento que necesito esperar. Esperar a saber qué voy a hacer con todas tus piedras y, sobre todo, esperar por si volvieses.

  Te esperaré hasta que el semáforo se ponga en verde.









Madrugada del 8 de octubre de 2017 






Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Nublado

Tres sentidos