Acantilado

  Coger tu mano significaba saltar. Mirarte había sido asomarse al vacío; pensarte, como tantear la altura; y coger tu mano, sin duda, significaba saltar desde lo más alto del acantilado.

  Había llegado la primavera. Era un lluvioso día de invierno cuando te volví a encontrar por aquella desoladora e interminable carretera en la cual nos hallábamos. Te divisé a lo lejos, en color mojado debido a la inmensidad  del agua que caía desde las nubes. Me encontraba en el interior de la que fue la última rotonda. No recuerdo si estaba en pie o si las escasas fuerzas que me quedaban no me lo permitían. Lloré, de la forma más lamentable en la que uno puede llorar. Lloré incluso más que las nubes. Grité en silencio, esto es lo más parecido a hablar que hacía en mucho tiempo. No esperaba respuesta a un angustioso grito vacío. Agaché la vista, no sería ese el día en el que tuviera la oportunidad de conocerte pensé. Me dormí. No sé durante cuánto tiempo permanecí dormida, pero escuchar mi nombre me devolvió a la realidad.

  Levanté la mirada: estabas delante de mí. Me quedé inmóvil. Después me pudieron los nervios, empecé a moverme rápido y sin sentido, solo por no seguir plantada, sin saber qué hacer, delante de ti. Intenté hablar, para romper el silencio, pero titubeé. Luego comencé a reírme. Todo por los nervios...

  Había cesado la lluvia, y la triste escena de la desesperanza había derivado en una cómica imagen. De lo lamentablemente patético a un cierto gracioso desconcierto. Habría seguido moviéndome presa del pánico de no haber sido porque colocaste tu mano sobre mi hombro. No me lo esperaba. Paré en seco. Llevaba tiempo queriendo conocerte, y ahí estabas. Pensé muchas veces en que algún día, quizás, podría acercarme a ti; y eras tú el que, finalmente, se había plantado delante de mí. Habías entrado al interior de una de mis rotondas y no para quedarte, sino para ayudarme a salir.

  Me dijiste que, para ayudarme, primero tendría que contarte mi historia. Fui sincera, te hablé de los motivos que me habían llevado a vagar en la infinidad del tiempo planteándome una única posible dirección. Te hablé de lo que sentía. Empecé a notar cómo montones de nudos construidos a base de palabras abandonaban mi cuerpo. Me quemaba la garganta, se me secaba la boca. Tal vez por la falta de costumbre.

  Antes de que pudiese darme cuenta, la rotonda había desaparecido. No había hecho falta más que mantener una conversación que no estaba planeada para que ocurriese lo inesperado.

  Me dispuse entonces a seguir caminando en la misma dirección de siempre, pensando que vendrías conmigo. Me alegraba pensar que caminaría acompañada, pero no podíamos despistarnos, pues no había tiempo que perder. Podríamos hablar mientras caminábamos, conocernos mientras caminábamos, reírnos mientras caminábamos... Pero siempre sin dejar de caminar y siempre en la misma dirección.

  Cuando estos pensamientos cesaron me encontré sola de nuevo. No podía ser. Ahora no. Me atreví entonces a hacer algo que nunca antes había hecho: miré hacia atrás. Estabas allí, quieto, a una distancia igual a la que acababa de avanzar. Te miré extrañada, pero en seguida supe descifrar lo que pretendían decirme esos ojos tuyos tan llenos de verdad. Negaste con la cabeza. Volví a saltarme otra de mis normas, una rebelión en toda regla contra mi propia dictadura: retrocedí. Mis leyes espacio-temporales habían sido quebrantadas. Me sentía insegura pero, aunque por diferentes razones, siempre lo hacía. Qué más daba.

  Mientras retrocedía pude ver algo que solía pasar por alto: todo lo que había recorrido hasta llegar ahí. Durante unos instantes me resultó asombroso, y sentí algo similar al orgullo. Me di cuenta también de que, además de delante y detrás, existían los laterales, las diagonales y los puntos intermedios. Resulta que el lado izquierdo se convertía en delante si me dirigía de frente a él, o que podía avanzar hacia el lado derecho mientras miraba al lado contrario. Las posibilidades se multiplicaron. Caía entonces otra de mis falsas creencias.

  No sé por qué dirección nos decidimos. Siempre nos ha costado decidir a dónde ir, y la primera vez no iba a ser diferente. Fue divertido recordar la risa, la de verdad, esa que te atrapa y no deja escapatoria alguna. Recuerdo que te pusiste a dibujar, de repente, porque sí. Me gustó ver cómo te concentrabas, tanto que incluso llegué a tener la sensación de que tus ojos acabarían por perforar el papel. Me dijiste que no sabías dibujar sonrisas. Yo nunca te lo llegué a decir pero que dijeras eso me hizo mucha gracia porque, metafóricamente hablando, eras el que dibujaba las mías. Puede que no fueran perfectas, pero eran ciertas.

  Aunque todo había cambiado seguíamos siendo parte de aquella carretera. Empezamos a plantearnos soluciones, a buscar salidas. Llegamos a la conclusión de que debía de haber un final. Nos encontrábamos en la carretera de una montaña. Debíamos subir a la cima, comprender este tramo del camino para luego lanzarnos desde allí. Escapar. Así lo hicimos, juntos conseguimos llegar al lugar que una vez habíamos creído fuera de nuestro alcance. Ante nosotros se encontraba el final de la desoladora carretera. Ante nosotros: un acantilado.

  Un paso, solo uno más y conseguiríamos escapar. Un paso más no significaba nada en relación a todos los que ya habíamos dado. Sin embargo, apareció de nuevo el miedo, aquel que triplica las dificultades. Me asusté mucho. Tenía la libertad delante de mí y no podía evitar sentir que sería mejor quedarme ahí, atrapada. Sentí que saltarías en cualquier momento, que no me esperarías. Se entremezclaron las ansias de libertad y el miedo, a saltar pero también a perderte. Yo misma me sorprendí. Por primera vez en mucho tiempo me importaba alguien. Sentí que podía contar contigo y que ya no estaba sola. Ahora el miedo se dividía entre dos. Me tendiste tu mano. No me lo pensé más. Te apreté con fuerza.

  Coger tu mano significaba saltar. Mirarte había sido asomarse al vacío; pensarte, como tantear la altura; y coger tu mano, sin duda, significaba saltar desde lo más alto del acantilado.

  Salté. Saltamos los dos. Primero tú y después yo, porque decidí no soltarte. Durante unos momentos me invadió de nuevo el miedo. Cuando dejas de pisar suelo conocido y te encuentras viajando por medio de la nada a tal velocidad, tu percepción del mundo cambia totalmente. Lo olvidé todo, te perdí de vista. No había caído y ya sentía el impacto contra el suelo, el profundo dolor de la destrucción. No sé cuántos segundos pasaron, ni si fueron segundos o minutos, hasta que volví a encontrarte. El calor de tu mano cogiendo la mía hizo disminuir la velocidad a la que viajábamos y que volviese a abrir los ojos, que llevaban cerrados desde el gran salto. Al abrirlos, unos tímidos rayos de luz me sorprendieron. Podría decir incluso que me emocionaron. Me quedé observándolo todo como quien no conoce nada, ni tan siquiera el miedo.

  Aterricé. Aterrizamos los dos. No uno antes que el otro sino juntos, porque decidimos no soltarnos. Ya estábamos a salvo, en donde quiera que estuviésemos, y me tomé la libertad de llamarte casa. "Casa", una palabra que a punto había estado de desaparecer durante el tiempo en el que anduve perdida entre la inmensidad de rotondas que solamente yo construí.

  Te abracé. Nos abrazamos mutuamente. Volví a cerrar los ojos pero de una forma muy diferente, no por miedo sino por confianza. Respiré profundo.

  Había llegado la primavera.







Mañana del 21 de mayo de 2017





Comentarios

Entradas populares de este blog

Nublado

Tres sentidos